La idea del consenso político es una
propuesta para adornar discursos vacíos y embellecer al que lo propone, para
convertirlo en un adalid de una sociedad ideal en la que no existen intereses
económicos contrapuestos, clases sociales, poder económico, medios que
responden al establishment, monopolios, oligopolios, prejuicios raciales y
religiosos, educación que acentúa las diferencias (sólo como una mera
enunciación precaria de las profundas diferencias en el seno de las sociedades). La confrontación inherente al entramado
social se acentúa cuando irrumpen gobiernos que con diferente profundidad
tienden a cambiar el “orden establecido”. Si estamos en presencia de una
revolución, habrá cambios que den vuelta como a una media lo existente hasta
ese momento. Si somos contemporáneos de gobiernos populares, los mismos
intentarán un desarrollo de las fuerzas productivas que fortalezca a una
burguesía nacional intelectual y económicamente dependiente, distribuya parte
de la riqueza nacional hacia abajo, controle y discipline al mercado y de lugar
y participación a los sectores más rezagados de la sociedad. Los que pregonan el falso republicanismo,
una democracia a la medida de sus intereses, se crispan, se enfurecen y esa
crispación y enfurecimiento se lo atribuyen a los que intentan mejorar la
distribución y afianzar la soberanía del
país. Se produce una transferencia en el lenguaje psicológico.
Los que proclaman la necesidad del
diálogo se atrincheran en posiciones crecientemente violentas. Y los que
intentan mejorar y hacer más equitativo el sistema económico y social,
respaldado por las mayorías, son
acusados de polarizar a la sociedad. Arturo Jauretche lo expresaba, hace más de
cinco décadas, con la profundidad que lo caracterizaba: “Los pueblos no odian, odian las minorías. Porque conquistar derechos
provoca alegría, mientras perder privilegios provoca rencor”
CONSENSO
Y CONFRONTACIÓN EN EL SIGLO XIX
El siglo XIX fue en América Latina el
del fracaso en la consolidación de una gran nación latinoamericana y la derrota
concluyó con el exilio o el asesinato de quienes lo propulsaron. Como bien
escribió Jorge Abelardo Ramos “Somos un país porque no pudimos integrar una
nación y fuimos argentinos porque fracasamos en ser americanos. Aquí se
encierra nuestro drama y la clave de la revolución que vendrá……no somos
subdesarrollados porque estamos divididos, sino que estamos divididos porque
somos subdesarrollados.”
En lo que hoy es nuestro país, con
algunas importantes pérdidas territoriales, se libró una guerra civil a lo
largo de seis décadas para determinar el destino de la renta nacional que
pasaba en buena medida por la aduana del puerto de Buenos Aires. Los
comerciantes de Buenos Aires representados en distintas épocas por Rivadavia y
Mitre, y los hacendados de la Provincia de Buenos Aires, expresados por
Rosas, tendrían puntos en común: el
disfrute de la renta y su no distribución con las provincias del norte, y
conflictos colaterales con las provincias de la pampa húmeda como Santa Fe,
Entre Ríos y Corrientes, por sus producciones similares.
Mientras que Rivadavia y Mitre
intentaban arrasar el interior para poder implantar el modelo en el cual
Argentina era el granero e Inglaterra el proveedor industrial, Rosas con un
nacionalismo defensivo las protegía con la Ley de Aduanas de 1835 pero se
quedaba con la renta del puerto.
La guerra se decidió en la batalla de
Pavón, donde Urquiza abandonó el campo de batalla y le dejó el territorio libre
a Mitre. A partir de ahí se consumó una
cacería de los caudillos provinciales como Vicente Peñaloza “el Chacho” y
Felipe Varela. Y para cumplir los designios británicos en alianza con los
comerciantes del Puerto de Montevideo y la nobleza portuguesa asentada en el
Brasil, se perpetró el genocidio del país más desarrollado de entonces que era
el Paraguay, que había implementado férreas políticas proteccionistas a
contramano de las que se imponían en lo que hoy es nuestro país. Triunfaba así
lo que en la historia oficial era la civilización. En términos actuales, el
relato minimizaba la brutalidad de los ganadores y potenciaba la de los
vencidos. Los primeros eran la civilización y los derrotados la barbarie. El
discurso había concretado una trasposición invirtiendo los destinatarios y
denominando “barbarie” a lo más cercano a un futuro integrador y desarrollado;
y “civilización” a un enclave británico. Con esa historia nos educamos millones
de argentinos, que ignorábamos una profunda frase del escritor británico George Orwell: “Quien controla el pasado,
controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado.”
CONSENSO
Y CONFRONTACIÓN EN EL SIGLO XX
La clase media nacería como el fruto no
deseado del modelo de economía primaria exportadora, pero indispensable para la
prestación de servicios de la colonia, integrada fundamentalmente con la
inmigración promovida y cuya expresión política fue el yrigoyenismo. Para
llegar a elecciones con voto universal limitado (sólo para hombres) y secreto,
el caudillo de Balvanera recurrió desde la abstención electoral a los
levantamientos armados. Cuando el régimen de los que se asumirían
posteriormente como “republicanos” y predicadores del consenso, no pudieron
contener la ebullición social y descomprimieron la situación mediante el dictado de la Ley Sanz Peña que
permitió en elecciones por primera vez limpias, que un movimiento popular en el
siglo XX accediera a la
Casa Rosada.
El otro fruto no deseado del modelo
triunfante en las guerras civiles del siglo XIX, fue la nueva clase trabajadora, nacida al
calor de las medidas proteccionistas adoptadas ante las crisis, tales como la
financiera de 1929, o la derivada de la
guerra mundial. Estaba constituida por los descendientes de los derrotados del
siglo XIX.
Cuando despliegan su accionar los
gobiernos populares, las actitudes
destituyentes pueden llegar al absurdo de acusar a Yrigoyen de dictador y senil. Así el poder económico
generó el consenso para su derrocamiento desplegando una acción golpista a
través de los medios de entonces, desde Crítica a La Nación. Sectores
de clase media y de la pequeña burguesía universitaria dieron la imagen y el
calor de “apoyo popular” a la irrupción de los cadetes del Colegio Militar que
consumaron el golpe el 6 de septiembre de 1930.
Cuando gobernó el primer peronismo, la
profundidad de las reformas polarizó a la sociedad. Los perjudicados económicos
se acordaron entonces del republicanismo, de la división de poderes, alertaron
sobre la libertad de expresión en peligro o su desaparición, mientras llamaban
al consenso denostando la confrontación.
Cuando todo ello resultó insuficiente, bombardearon Plaza de Mayo y cuando
asumieron el poder para restablecer la “democracia conculcada”, proscribieron a
las mayorías populares, fusilaron clandestinamente e impidieron pronunciar la
palabra Perón. Se olvidaron del caballito de la confrontación e impusieron el
consenso de las minorías.
CONSENSO
Y CONFRONTACIÓN EN EL SIGLO XXI
Todo lo comentado anteriormente se ha
reproducido con el kirchnerismo, ya en el siglo XXI.
Situación que se potenció con la
presidencia de Cristina Fernández, a la cual se la insulta con adjetivos que en
su momento padeció Evita.
Ante las importantes medidas adoptadas,
se le ha imputado la polarización de la sociedad, la ausencia del necesario
consenso para decidirlas, su espíritu confrontativo.
Resulta ridículo suponer que se puede
consensuar con Clarín la ley de medios audiovisuales, con los bancos la
estatización de las AFJP, con Bush el rechazo del ALCA, con Repsol la
estatización del 51% de las acciones de YPF, con el poder financiero la reforma
de la carta orgánica del Banco Central,
a mero título enunciativo.
Los “republicanos” que escriben en el
diario La Nación
cuyas hojas se han impreso con sangre de argentinos en lugar de tinta, sus
colaboradores estrellas con un lejano pasado progresista, los editorialistas de la “Tribuna de
Doctrina”, la iglesia, el peronismo
residual con contenido menemista, el sector del radicalismo en transición hacia
el PRO, los partidos políticos que expresan
a distintas corporaciones, los editorialistas de Clarín, los columnistas de
Perfil, los macristas que ni siquiera coinciden en una causa nacional como
Malvinas o son aliados del vicepresidente
paraguayo (que sucede al presidente
Lugo, derrocado en un vergonzoso golpe de estado), declaman un consenso
y una unidad que detestan cuando enfrente están los sectores populares y un
gobierno que los representa, más allá de
sus limitaciones y contradicciones.
“Los civilizadores” siempre tuvieron
poder pero carecieron de los votos necesarios en nuestro país para llegar al
gobierno en elecciones sin fraudes. Por eso durante muchas décadas recurrieron
al brazo armado constituido por los militares. Hoy ese recurso está invalidado
porque ha sido socialmente rechazado en función de lamentables experiencias
históricas. Pero se usan otros recursos y métodos para iguales fines. Los
medios gráficos, televisivos, radiales y las modernas redes sociales, los sustituyen con eficacia esmerilando a
los gobiernos populares a los que acusan de confrontación, corrupción,
violación de la constitución, etc,etc. Hablan que los gobiernos elegidos,
generalmente por importantes guarismos, son democráticos en el origen pero que
desnaturalizan tal situación en el ejercicio de su mandato. Con esos argumentos
desplazaron brutalmente a Zelaya en Honduras y con una trampa institucional a
Lugo en Paraguay. Por eso el uso actual de la palabra confrontación tiene una
carga explosiva de bomba con retardo. Y consenso es la promesa a futuro de los
que nunca la han practicado sino como un acuerdo de las minorías de excluir a
las mayorías.
CONSENSO Y CONFRONTACIÓN
El consenso sería posible si parte de
la oposición política a los gobiernos populares se ubicaran del mismo lado y
desde ahí expresaran sus críticas y sus propuestas. Si no menearan la
confrontación que critican como mero subterfugio para defender el statu quo. Si
el odio que transmiten no los delatara. Si no pusieran al descubierto muchas
veces su vocación de súbditos de los poderes extranjeros y sus representantes
locales. Si cuando son gobierno aplicaran lo que sólo recuerdan cuando hay olor
a pueblo en Balcarce 50. Todo intento de transformación lleva implícito la
confrontación. Incluye, obviamente, situaciones tensas, batallas verbales,
rispideces extremas, manifestaciones y otros métodos de lucha, tanto de los que
intentan avanzar como de aquellos que defienden con todo su arsenal de recursos
sus situaciones privilegiadas.
Si
se omiten estas cosas elementales de las sociedades de clases, es porque se es
ingenuo o se está mintiendo. Para lo cual la falsificación de la historia es
una política de la historia. Y el ocultamiento de ciertas evidencias de la
realidad, una argucia para manipular el presente.*Publicado en La Tecl@ Eñe www.lateclaene.blogspot.com
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